jueves, 26 de octubre de 2017

John Reed, un periodista yankee en la Revolución


De pronto, comprendí que el religioso pueblo ruso no necesitaba ya de sacerdotes que le abrieran las puertas del paraíso. Estaba edificando sobre la tierra un reino más esplendoroso que el de los cielos, un reino por el cual era glorioso morir. 
          John Reed al presenciar un entierro en Moscú en los primeros días de la Revolución.

John Reed está inseparablemente unido a la revolución rusa. Amaba a la Rusia soviética y se sentía cerca de ella. Abatido por el tifus reposa al pie de la muralla roja del Kremlin. Quien ha descrito los funerales de las víctimas de la Revolución como lo hizo John Reed, merece tal honor.
                     Nadezhda Krupskaya, destacada militante bolchevique y esposa de Lenin. 

La primera vez que leí el nombre de John Reed fue en una larga noche de navegación por la Wikipedia hará unos diez años. Buscando información sobre la revolución rusa llegué a la famosa momia de Lenin ubicada en la Plaza Roja moscovita y de las otras tumbas que rodeaban la muralla roja del Kremlin. Me percaté que los restos de dos americanos, John Reed y Bill Haywood, reposaban allí. Indagué de manera escueta en las vidas de ambos. Por un lado, Haywood había sido un prestigioso sindicalista a nivel mundial mientras que Reed se había convertido en el gran cronista de la revolución. Los dos habían tenido que morir en Rusia al ser considerados espías en EEUU. Durante unos años, la figura de Reed siguió revoloteando en mi mente cada vez que me acercaba al evento del que se cumplen 100 años sin atreverme a leer sus obras. Incluso no supe apreciar una visita a Moscú en la que vi su tumba, donde fue enterrado tras morir de tifus en 1920.

Entonces, hará 7 años, el diario Público inició una colección de libros titulada Pensamiento Crítico siendo la obra Diez días que estremecieron al mundo uno de las obras promocionadas. Decidí agarrar el libro y adentrarme en aquel pedazo de Historia tan mitificado como desconocido que me parecía la revolución rusa. Años después me leí de una tacada los otros tres libros publicados por la editorial navarra Txalaparta: México insurgente, Hija de la revolución y La guerra en el frente oriental.  De las obras de Reed guardo un recuerdo excelente en los periodístico y cálido en lo humano y tengo asumido que las volveré a leer algún día.

Una personalidad inquieta
Nacido en 1887 en una familia acomodada de Oregon, en el noroeste de EEUU, Reed estudió en Harvard, una de las universidades más elitistas del país. Ya en la propia Harvard, Reed se destacó por su activismo y por su popularidad ya que era un tipo divertido y desenfadado, capaz de desenvolverse en cualquier situación como demostrará a lo largo de su carrera. Al salir de Harvard, se consolidó rápidamente como uno de los más prestigiosos escritores de izquierdas, acercándose a las ideas socialistas durante su vida en el bohemio barrio de Greenwich Village de New York.


Podría haberse convertido en un notable escritor alternativo, de moderadas tendencias de izquierdas pero sin cuestionar el sistema desde su base. Habría tenido una larga y próspera carrera. Su personalidad alegre y apasionada, además de su talento, le habrían asegurado semejante vida. Pero pronto se vio que Reed no iba a ser uno más. De su época en New York y sus viajes a Europa nos legó unas maravillosas piezas periodísticas sobre los bajos fondos de la sociedad, artículos acerca de miembros del lumpenproletariado, a los que Reed se acerca con sincera amistad y solidaridad.

Mientras tanto, recorre el país cubriendo conflictos laborales, como en la huelga de la industria textil en Patterson, donde conoce y hace amistad con Bill Haywood. En 1914 llega a Colorado, donde se ha producido una masacre de mineros del carbón. Estos reportajes sobre el lumpen y el proletariado están incluidos en el más personal de los libros publicados en castellano, Hija de la Revolución. Reed rebosa contenido humano y lo combina con profundas dosis de crítica social.

En México insurgente, escrito en 1914 sobre la revolución mexicana, se corrobora  la personalidad aventurera, solidaria y entrañable del periodista americano, que se mezcla a pie de revolución con el pueblo mexicano, mientras nos describe las características de ese pueblo, el trasfondo de esa revolución tan singular y las bellezas y particularidades de México. En el plano estilístico, Reed innova con diversas formas narrativas y perfecciona el que se convertirá en su género más refinado: la crónica periodística.

1ª Guerra Mundial y la Revolución Rusa
Cuando estalla la Primera Guerra Mundial, Reed se opone a ella, convencido de que la masacre que se avecina es un capricho de las potencias imperialistas en el que el proletariado está abocado a la muerte. Es enviado a la Europa en guerra como corresponsal, experiencia de la que saldrá el libro La guerra en el frente oriental. Decepcionado por el fracaso de la Segunda Internacional, Reed entrevista a Karl Liebknecht, el valiente marxista alemán que ha votado contra los créditos de guerra en Berlín. En el frente oriental, describe a un pueblo serbio consumido por las enfermedades y a un decadente imperio otomano; se percata de la creciente indignación de muchos soldados en las trincheras; observa el desastre del ejército ruso y presencia la violencia que sufren los judíos en el suroeste del Imperio del Zar.

Finalmente, es arrestado junto a un periodista británico en Rusia acusado de espía ante el desprecio del embajador estadounidense en Petrogrado. Gracias al embajador británico, ambos periodistas serán liberados. A su vuelta a EEUU, Reed conoce y se enamora de la escritora feminista Louise Bryant, con la que comparte una hermosa relación libre de ataduras.

EEUU, tras un tiempo de espera, decide entrar en la guerra que tan bien conoce Reed. Evidentemente, éste se opone a la decisión tomada por el presidente del país, Woodrow Wilson. El patriotismo incuestionable margina las posiciones de Reed, que en agosto de 1917 decide embarcarse en un viaje que le lleve a la entonces agitada Petrogrado. Junto a él, viaja su compañera.
Portada de la película Reds (1981), dirigida y protagonizada por Warren Beatty junto a Diane Keaton y Jack Nicholson. Es, en muchos aspectos, un film valiente aunque lejos de ser perfecto.
Reed y Bryant llegan en pleno "asunto Kornílov", el golpe de estado con el que la reacción cree que va a cortar las alas a una revolución que se estaba yendo de las manos. Prontamente, Reed va a simpatizar con el proceso popular organizado en soviets que se está dando en Rusia. Entrevista a personajes como Kérensky, Kámenev o Trotsky; se mezcla una vez más entre las masas, con las que conversa y de las que aprende; asiste a mitines y sesiones del soviet; recopila periódicos y panfletos; persigue a esa sombra que es todavía el fugitivo Lenin y, finalmente, asiste a la toma del Palacio de Invierno y los primeros meses del gobierno bolchevique en un conjunto de crónicas insuperables.

En Diez días que estremecieron al mundo, Reed consigue lo que solo unos pocos han conseguido a lo largo de la Historia. Lo que el reportero polaco Kapuscinsky consigue en Un día más con vida, donde narra los primeros días de la independencia de Angola, o Patricio Guzmán en sus documentales La batalla de Chile, que narra el fin del gobierno de Allende y las aspiraciones de las masas proletarias chilenas. John Reed consigue fotografiar uno de los momentos más intensos y complejos de la Historia de la humanidad y guardarlo para la posteridad.

El libro te lleva al Petrogrado y te invita a vivir en esa ciudad chispeante. Y, como no podía ser de otra manera, Reed te obliga a escoger bando. Él lo hizo, no tuvo dudas a la hora de hacerlo. Como bien avisaba en el prefacio de su obra cumbre: "Durante la lucha, mis simpatías no eran neutrales. Pero, al trazar la historia de estas grandes jornadas, he procurado estudiar los acontecimientos como un cronista concienzudo, que se esfuerza por reflejar la verdad".

martes, 24 de octubre de 2017

La Revolución de 1905, el principio del fin del zarismo

El Zar dejará de ser sagrado para el pueblo ruso tras el Domingo Sangriento.
La autocracia es una forma de gobierno que ha muerto. Para sostenerla es preciso emplear todos los medios de violencia, la vigilancia policíaca más activa y severa que antes, los suplicios, las persecuciones religiosas, la prohibición de libros y de periódicos, la deformación de la educación, y en general toda clase de actos de perversión y crueldad. Tales han sido hasta aquí los actos de vuestro reinado.  
                                            Carta escrita por Leon Tolstói al zar Nicolás II en 1902
A principios del siglo XX, la Rusia del zar Nicolás II era un gigante con pies de barro. Hacía tiempo que había perdido la preponderancia militar que le había convertido en la policía de la Europa revolucionaria de mediados del S.XIX –la derrota en la Guerra de Crimea (1853-1856) había evidenciado este hecho además de detener en seco sus aspiraciones imperialistas–; su escasa industria dependía absolutamente del capital extranjero –especialmente del francés–; no poseía una clase media fuerte y numerosa que constituyera una sociedad civil parecida a las de Europa occidental sino que era un país eminentemente campesino y pobre; la política seguía marcada por la figura absoluta del Zar, muy ligada a la Iglesia ortodoxa, al antisemitismo y a un atávico desprecio a todo lo que significara progreso para el pueblo.

Desde finales del S.XIX, se habían hecho enormes esfuerzos por industrializar el país al precio que fuera necesario, especialmente aquello que tuviera que ver con las vías de comunicación –la red ferroviaria se duplicó en 15 años– y las industrias del metal que facilitaran el desarrollo del tren y de la industria armamentística. La industrialización fue escasa proporcionalmente hablando –el 80% de la población continuaba trabajando la tierra– pero tuvo ciertas consecuencias importantes para el país.

Por un lado, Rusia contaba con algunas de las industrias punteras, aunque muchas de ellas estuvieran fuertemente capitalizadas por financieros extranjeros. Eso equilibró la autoestima nacional lo suficiente como para afrontar la guerra ruso-japonesa a principios de 1904, que terminaría siendo un auténtico desastre para los intereses de la Rusia imperialista, amén de una soberana humillación para el país. Una "raza inferior" les había derrotado con suma facilidad en lo que se denominó "el fin del mito del hombre blanco". El conflicto sería una de las chispas de la Revolución de 1905. Pero para que aquello ardiera hacía falta algo más que una chispa, era necesario un pueblo deseoso de cambios.

Caricatura rusa de la guerra contra el Japón.
Y aquí hay que explicar otra consecuencia obvia de la industrialización: el surgimiento de una clase obrera joven y con una notable cultura de lucha ante un régimen despótico y su enorme aparato represivo, la Ojrana, la policía secreta zarista. Aunque aparentemente era la clase media liberal la que parecía promover más que nadie reformas políticas, pronto se vio que la clase obrera de San Petersburgo, Moscú o Ucrania era mucho más punzante en su lucha.

El Domingo Sangriento
La situación política había ido ganando en tensión a medida que las derrotas militares llegaban una tras otra –especialmente la pérdida del estratégico puerto de Port Arthur en diciembre de 1904– y las protestas crecientes de los obreros de Petrogrado (San Petersburgo) ante los despidos de cuatro obreros en la fabrica metalúrgica Putílov (este nombre será importante en 1917). Ya el 3 de enero de 1905, la clase obrera muestra claramente su verdadero potencial sacando a al calle a más de 100.000 personas.

Sin embargo, hay que subrayar que el movimiento revolucionario estaba todavía muy verde en algunos aspectos. Poseía todavía un toque cándido e ingenuo que limitaba su alcance. De hecho, el primer líder del movimiento es un antiguo capellán de prisiones de nombre Gueorgi Gapón, quien se horrorizaba al ver propaganda anti-zarista entre algunos de los obreros que protagonizaban las protestas. El 9 de enero tiene lugar el famoso Domingo Sangriento. Una enorme masa se reúne a primera hora de la mañana con la intención de marchar hacia el Palacio de Invierno. Las pancartas y peticiones de la manifestación le piden al Zar protección ante la vida inhumana que lleva la mayoría del país. Se cantan canciones y se refieren al Zar como "Padrecito".

Pintura que representa el Domingo Sangriento.
La respuesta del Zar será necia, violenta y repugnante. Primero, la caballería cosaca carga contra los hombres, mujeres y niños allí congregados. Luego, con los manifestantes disueltos y asustados, los soldados desenfundan sus armas y disparan ráfagas de balas. Muchos caen muertos en esas andanadas aleatorias, otros tantos  son acorralados y disparados a sangre fría.

Más de mil personas murieron aquella triste mañana del invierno gélido de Petrogrado. Con ellos, murió también el respeto religioso que el pueblo ruso sentía por el Zar. Aquel ser humano estúpido y gris que fue siempre Nicolás II había puesto sin saberlo la semilla de su propia aniquilación como monarca y parásito de Rusia. Su ineptitud le jugaría muchas malas pasadas en el futuro.

El revolucionario año 1905
El propio Gapón exclamará aturdido "¡No tenemos zar!" tras la masacre. Gapón sigue siendo un personaje controvertido, pues se sospechaba que podía ser un agente provocador, uno de tantos que la policía zarista colocaba en los movimientos políticos de oposición. Morirá a principios de 1906 asesinado por un antiguo compañero de luchas. Pero su liderazgo hacía tiempo que había muerto. Tras el Domingo Sangriento, el país se ve sacudido por huelgas y protestas de obreros industriales, tenderos, empleados del sector terciario e incluso campesinos. Es una revolución transversal, aunque no conseguirá derrocar al Zar.

Además, la reacción se activará desde bien pronto. De un lado, los liberales abandonan rápidamente la lucha y se acabarán conformando con unas pocas reformas. Por otro lado, la extrema derecha ultra zarista se organiza en torno a las Centurias Negras, grupos protofascistas marcados por el fanatismo religioso y que acostumbran a protagonizar pogromos en las zonas suroccidentales del país. Miles de personas son asesinadas por estos fanáticos.

El 13 de octubre tiene lugar un hecho que tendrá trascendencia histórica, el nacimiento del soviet de San Petersburgo, que paralizará a la ciudad casi por completo. Este soviet (que significa consejo en ruso) elegido por los obreros está compuesto por políticos eseristas –Partido Social Revolucionario con fuerte implantación en el campo–, mencheviques y bolcheviques –dos fracciones pertenecientes al Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Este hito no tendrá mucho recorrido en 1905 pero sentará un precedente indiscutible, además de presentar al país a Lev Bronstein, un revolucionario judío que será conocido más tarde como León Trotsky.

El joven Trostky tenía 26 años en 1905
De momento, los partidos obreros creen que el país no está preparado para una revolución proletaria, aunque hay una diferencia entre mencheviques y bolcheviques a este respecto. Mientras que los mencheviques optan por ceder el liderazgo del momento histórico a la burguesía liberal, los bolcheviques, liderados intelectualmente por un exiliado como Lenin, creen que el liberalismo y la burguesía rusa es débil y cobarde por lo que deberá ser el proletariado quien lidere el proceso y busque alianzas con el campesinado en lo que Lenin denomina "dictadura revolucionaria-democrática del proletariado y el campesinado". Una fórmula un poco recargada por el momento.

El 17 de octubre, el zarismo publica el Manifiesto de Octubre. Es un pequeño guiño a los liberales y conservadores ya que concede poderes legislativos a la Duma, el Parlamento ruso, y amplia el sufragio a ciertos sectores de clase obrera. El Partido Constitucional Democrático nace en este contexto y se convertirá en el partido liberal por excelencia. Se les denominará como kadetes y pronto se adherirán a la nueva monarquía constitucional, una simple y pobre fachada de democracia para el agrietado edificio del zarismo.

La Revolución de 1905 morirá a finales de diciembre en un Moscú insurgente y alzado en armas que será finalmente sometido. Enero del 1906 verá la represión gubernamental, pelotones de fusilamiento y varios miles de muertos.

La Rusia que cambió para siempre
Los años posteriores a 1905 son duros para las fuerzas revolucionarias. Aunque inicialmente la Duma funciona con cierta regularidad y en ella se puede encontrar a miembros de los partidos obreros, la violencia del gobierno contra las masas de campesinos y obreros no cesará. De hecho, el Zar coloca como primer ministro a Piotr Stolypin, un conocido verdugo durante la Revolución de 1905. Stolypin será asesinado en 1911 por un radical pero antes tendrá tiempo para manipular la Duma, perseguir a la izquierda e iniciar su más importante obra: la reforma agraria con la que quiere modernizar el campo.

Piotr Stolypin será primer ministro ruso de 1906 hasta su asesinato 1911.
La reforma aspira a introducir las dinámicas capitalistas en un entorno hasta entonces ajeno a ellas como era el campo ruso, que todavía concedía gran importancia a la propiedad comunal, mucho más protectora para los pobres campesinos. Stolypin quiere crear una cierta clase propietaria en el campo, algo que conseguirá a medias ya que, si bien algunos agricultores se apropiarán de ciertos lotes de tierras, la mayoría seguirá siendo extremadamente pobre. Estas masas pobres y ahora desprotegidas generarán una nueva oleada de inmigración hacia las ciudades industriales y acabarán engrosando las filas del ejército para la carnicería que se avecina en el horizonte: la Primera Guerra Mundial. La jugada de Stolypin tendrá efectos contraproducentes.

Mientras tanto, las organizaciones obreras pierden fuelle. Con la mayoría de sus militantes más valiosos en el exilio o en Siberia, los bolcheviques pierden militantes a gran velocidad y, con ellos, la capacidad de iniciar huelgas y protestas en el seno de Rusia. Los socialdemócratas moderados, los mencheviques, empiezan a coquetear con la idea de participar en un gobierno con la burguesía. La tercera gran fuerza de izquierdas, los eseristas, sigue afianzando sus bases en el campo gracias a la herencia de los famosos narodniks, populistas de ciudad que desde varias décadas antes habían marchado a entornos rurales para forjar la alianza campesinado-clases liberales urbanas.

Los eseristas bebían ideológicamente de aquellos narodniks y de la inteligentsia urbana, las escasas clases cultas que estaban dispuestas a que las condiciones de vida del campesinado mejoraran, algo muy raro entre las clases dominantes rusas. De esas corrientes políticas llegaron a surgir experimentos terroristas como Naródnaya Volia (La Voluntad del Pueblo), que asesinaron al zar Alejandro II en 1881. En 1887, un grupo heredero de Naródnaya Volia intentó ajusticiar a Alejandro III sin éxito. Los integrantes del comando fueron ahorcados inmediatamente. Uno de los activistas tenía como nombre Aleksandr Uliánov, hermano de Lenin, que por entonces tenía 17 años. Aquello le marcaría de por vida.

Aleksandr Ulianov, hermano de Lenin
Lenin siempre simpatizará con aquellos utópicos narodniks aunque cuidará mucho de no cometer sus errores. Lenin aspira a construir una herramienta más vanguardista y amplia que sea capaz de movilizar a las masas en un momento dado, algo que asustaría mucho más al sistema que grupúsculos de jóvenes populistas con tendencias magnicidas.

Rusia hacia la carnicería
En 1912, en una mina de oro de Siberia tiene lugar una horrible matanza de huelguistas que deja 270 muertos. Las peticiones de los mineros eran la jornada de ocho horas, mayores salarios y mejores condiciones en la mina. La compañía británica propietaria de la mina será la responsable de dar la orden de la masacre pero las consecuencias de dicha barbaridad las sufrirán en San Petersburgo, pues una nueva oleada de huelgas y protestas sacuden los centros industriales del país. En 1914 parece que puede volverse a armar un movimiento revolucionario fuerte pero, en el momento preciso, va a iniciarse la Primera Guerra Mundial.

El conservador Piots Durnovó advierte a quienes creen que el conflicto es un salvavidas infalible para el establishment zarista: "Si la guerra va mal, habrá revolución". El despliegue de propaganda probélica inundará el continente arrastrando con él a las socialdemocracias europeas, incluyendo a la más poderosa, la socialdemocracia alemana. En Rusia también se va a revelar el carácter poco racional de diversos símbolos de la izquierda. Desde el emergente populista Aleksandr Kérensky hasta el viejo marxista Plejánov pasando por el brillante ácrata Piotr Kropotkin, casi toda la izquierda aceptará aquella carnicería humana. Los bolcheviques y los mencheviques internacionalistas se opondrán a ella.

Sin saberlo del todo, la Rusia zarista se encamina a una masacre que destruirá su ejército y sembrará de rebeldía a los millones de soldados del frente, jóvenes sacados a la fuerza del campo para combatir en una guerra que no entienden bajo el estandarte de un Zar al que ya no profesan más que odio. El país está a punto de quebrarse y el zar Nicolás II y los círculos de la alta nobleza comparten confidencias con un curandero maldito por el demonio venido de la Rusia profunda llamado Grigori Rasputín. ¿Qué podría salir mal en la corte de Petrogrado?

Rasputín representa la decadencia de la casa Romanov. Había entrado en el corazón de la corte para curar mediante extraños hechizos al hijo de Nicolás II, enfermo de hemofilia. Con el tiempo, Rasputín se convertirá en un ser venerado por los círculos palaciegos gracias a su extraño carisma y la necedad de sus valedores. El desaliñado Rasputín es un borracho de la Rusia profunda que consigue seducir a la propia zarina Alejandra y a muchas otras mujeres de la alta sociedad, que le prestan favores sexuales. Sin embargo, con el paso de los años, poderosos círculos políticos le tomarán un intenso odio por lo que su figura tiene de apología del eterno retraso ruso. Conspirarán para asesinarlo en el frío diciembre de 1916 poniendo fin a una de las biografías más misteriosas e insólitas de la época.

lunes, 16 de octubre de 2017

¿Venezuela dictadura y España democracia?


El pasado domingo 15 de octubre en Venezuela se celebraron las vigésimo segundas elecciones en los últimos 18 años. Elecciones libres en las que la oposición ha participado plenamente a pesar de que hace poco se negaba a reconocer al CNE. El chavismo al que muchos creían muerto, o al menos decrépito tras perder las elecciones a la Asamblea Nacional de 2015, ha resurgido en estas elecciones regionales en las que ha obtenido la victoria en 17 de las 23 gobernaciones del país, imponiéndose incluso en estados fuertes de la oposición, como Miranda.

Como era de esperar la oposición ha denunciado fraude, como ha hecho en todas y cada una de las elecciones que se han celebrado desde la llegada de Chávez a la presidencia, a pesar de que el sistema electoral del país latinoamericano cuenta con numerosas auditorías y un proceso que ha sido calificado por el mismísimo ex presidente de EEUU, Jimmy Carter, como el mejor sistema electoral del mundo.

En esta ocasión el Pueblo venezolano, que conoce de primera mano la situación del país y la viven directamente y no a través del ojo parcial y sesgado de los medios de comunicación, se ha volcado con una participación del 61,14 por ciento, castigando a una oposición que con sus llamados a la violencia y a desconocer al CNE, provocó recientemente unas protestas que dejaron 120 muertos, algunos de ellos quemados vivos. Una estrategia que ya se puso en práctica en 2013, ocasión en la que el saldo mortal ascendió a 43 personas, siendo el conocido Leopoldo López uno de los principales instigadores de aquellos sucesos por los que posteriormente fue encarcelado.

Tras las recientes elecciones regionales la oposición ya ha lanzado sus acusaciones de fraude. De hecho ya lo habían hecho incluso antes del proceso electoral. También lo hicieron de antemano en 2015 pero como en aquella ocasión ganaron, aceptaron los resultados.

Pero tras esta contextualización vayamos al punto central de este artículo. El 16 de julio de 2017 la oposición venezolana celebró un referéndum ilegal y sin garantías, que fue convocado unilateralmente por la coalición opositora MUD y  que fue aplaudido por los medios de comunicación españoles. Finalmente se celebró con total normalidad y sin ningún tipo de represión. Como es obvio, al ser ilegal, sus resultados no tuvieron ningún reflejo en la práctica.

A día de hoy sus convocantes siguen en libertad y hablan a diario en contra del Gobierno y llamando a la desobediencia en las TV y demás medios. En contraposición, el referéndum celebrado en Catalunya fue duramente reprimido por las fuerzas de seguridad del Estado español y varios de sus impulsores han sido acusados de sedición. De hecho esta noche hemos conocido la entrada en prisión de los líderes de ANC y Ómnium, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart. Hoy las cárceles españolas albergan a 2 nuevos presos políticos.

La Juez les acusa de un delito de sedición por promover las concentraciones del 20 y 21 de septiembre en Barcelona. Unas concentraciones en las que no hubo ni un solo herido y en las que la única violencia que hubo fue el anecdótico destrozo de unos vehículos de la Guardia Civil por parte de unas pocas personas de las miles que allí había.

Hoy vemos aplaudir estos encarcelamientos a los medios y líderes políticos españoles que pedían la libertad del opositor Leopoldo López que se encontraba en prisión por promover unas concentraciones en las que fueron asesinadas 43 personas, si bien algunas por la policía venezolana, la mayoría ocasionadas por ataques de manifestantes opositores contra chavistas y fuerzas de seguridad.

En España se vive desde hace años una progresiva escalada represiva que se ha ido acrecentando con el apoyo de los medios y el silencio de gran parte de la sociedad. La ley mordaza, detenciones de personas por opinar en redes sociales y ahora todo lo que esta rodeando a la cuestión catalana con miles de policías desplazados allí para la ocasión por orden del presidente de un partido fundado por 7 ex ministros franquistas.

A pesar de todo todavía pretenden que creamos que en Venezuela viven en una dictadura mientras que en España se disfruta de una ejemplar democracia.